CARTA PASTORAL POSTSINODAL PARA LA DIÓCESIS DE DALLAS
Una Carta Pastoral -Domingo de Pentecostés 2025
Obispo Edward J. Burns
Introducción
Estimados hermanos en Cristo,
¡Que tengan un bendecido Pentecostés!
Estas siete semanas del Tiempo Pascual han traído gracia abundante a la Diócesis de Dallas. La palabra Pentecostés, derivada del griego pentekonta que significa “cincuenta”, marca el 50o día después de la Pascua. Para los israelitas, era una celebración que tenía lugar cincuenta días después de la Pascua; para nosotros, esa tradición es llevada a su cumplimiento con la efusión del Espíritu Santo. El Catecismo proclama hermosamente que, en Pentecostés, “la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo, que se manifiesta, da y comunica como Persona divina” (CIC 731).
Cuando celebro el sacramento de la Confirmación en nuestras parroquias, les recuerdo a los confirmandos que están recibiendo al mismo Espíritu Santo que descendió sobre los Apóstoles en el Cenáculo. Así como el Espíritu transformó sus vidas aquel día, así continúa transformando las nuestras.
Así como los Apóstoles, que se llenaron de gozo aun en medio de la incertidumbre, se nos invita a poner nuestra confianza en el Señor—a confiar más profundamente en su providencia, a que anime nuestras vidas con amor y misericordia.
Nuestro sínodo diocesano:
reavivando el fervor de Pentecostés
Cuando di inicio a nuestro sínodo diocesano en 2021, nos exhorté a redescubrir la fe y la confianza de esa comunidad apostólica original: a invocar al Señor Resucitado como ellos lo hicieron, a rogarle que encienda nuestros corazones con el fervor del Espíritu Santo, y que nos fortalezca para salir a proclamar a Cristo crucificado y resucitado—quien es la única esperanza para el mundo. A medida que continuamos nuestro camino sinodal, esa oración sigue siendo tan vital como entonces.
Este sínodo ha sido, en esencia, un movimiento de renovación—un llamado para activar a los fieles, reavivar nuestra identidad misionera y restaurar la Diócesis desde dentro. La Iglesia, aunque santa, no está libre de fallas en sus miembros y sus líderes. Sin embargo, no debemos perder de vista al Espíritu quien la guía y la sostiene. La Iglesia perdura no por la fortaleza humana, sino por el poder del Espíritu Santo y “el don total de Cristo por nuestra salvación, anticipado en la institución de la Eucaristía y realizado en la cruz” (CIC 766).
No permitamos que los dones del Espíritu permanezcan dormidos. Estos dones son gracias divinas, otorgadas a través del sacrificio de Cristo y que se nos han encomendado para que podamos seguirlo fielmente. Como se nos recuerda en el decreto Ad Gentes: “Conozcan todos, sin embargo, que su primera y principal obligación por la difusión de la fe es vivir profundamente la vida cristiana” (AG 36).
Discípulos para nuestros tiempos
La Iglesia y el mundo necesitan discípulos fieles y valientes—personas audaces, dedicadas y arraigadas en Cristo, fortalecidas por medio de la intercesión de su Santísima Madre y alentadas por la vida de los santos que nos han precedido. Incluso en medio de las responsabilidades diarias y las preocupaciones mundanas, los laicos están llamados a ser testigos poderosos del Evangelio. “Incluso cuando están ocupados en los cuidados temporales, pueden y deben desplegar una actividad muy valiosa en orden a la evangelización del mundo” (Lumen Gentium, 35).
En vistas a la publicación de nuestro plan pastoral sinodal en diciembre, preparémonos espiritualmente para recibirlo con celo apostólico. Esta misión no es opcional—nos fue encomendada en Pentecostés.
En este Pentecostés, los animo a recordar que el Espíritu Santo nos ha equipado para esta misión. En el Bautismo recibimos los dones del Espíritu Santo, los cuales fueron fortalecidos y sellados en la Confirmación.
Estos dones—sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios—no son abstractos. Son dones destinados a formar nuestras vidas y a animar nuestro testimonio cristiano. Cuando nos abrimos al movimiento del Espíritu Santo, nos convertimos en instrumentos de renovación, tanto interior como del mundo. Nuevamente, no podemos permitir que estos dones permanezcan inactivos. Es importante que “reavivemos el don de Dios” que hemos recibido (2 Tim 1,6).
La verdadera evangelización comienza al conocer y abrazar al Señor y los dones que Él nos ha confiado. Como el Papa Francisco nos recuerda en Evangelii Gaudium: “La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros… la comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha «primereado» en el amor” (EG 24).
Nuestra Diócesis está adoptando medidas para responder a las necesidades identificadas a través del sínodo. Sin embargo, una renovación real exige más que políticas—requiere la transformación de los corazones. San Pablo nos exhorta: “No se acomoden a este mundo, al contrario, transfórmense mediante la renovación de la mente” (Rom 12,2). Que nuestra vida diocesana y parroquial refleje esta conversión interior, arraigada en el amor radical que Cristo derrama en nosotros.
Una Iglesia misionera, enviada por Cristo
Cada uno de nosotros tiene un papel único en proclamar a Cristo. Nuestra misión—arraigada en nuestra vocación y circunstancias—es llevar al Señor Resucitado al mundo.
A los clérigos se les confía la tarea de santificar al Pueblo de Dios por medio de los sacramentos y de pastorearlo a través de la predicación y el cuidado pastoral. Los laicos también están llamados a difundir el Evangelio en la vida cotidiana—a través de actos de caridad, viviendo una fidelidad alegre y dando testimonio. Como se señala en Apostolicam Actuositatem, los laicos deben crecer en amor a su propia diócesis y a su parroquia, estando siempre dispuestos a apoyar y colaborar con su misión.
La misión de la Iglesia no puede ser exitosa sin su participación activa. Sus dones, cuando son recibidos y cultivados, los capacitan para servir a la Iglesia y edificar el Cuerpo de Cristo: “A cada uno… se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad” (Lumen Gentium, 12).
Dios suele obrar de maneras inesperadas. Debemos permanecer abiertos a su divina voluntad y atentos a los impulsos del Espíritu Santo. Ahora es el momento de avanzar juntos, como una sola Iglesia, una sola Diócesis, guiados por el Espíritu Santo.
Que nunca olvidemos las palabras del Señor Resucitado: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me envió, así los envío a ustedes” (Juan 20,21).
Fielmente suyo en Cristo,
OBISPO EDWARD J. BURNS
Diócesis de Dallas